miércoles, 30 de enero de 2008

Le Corbusier

En toda obra de arte, plástica o musical, los humanos han aplicado formulas matemáticas de acuerdo con la naturaleza. Éste axioma es la base de la estética de proporciones, el equilibrio de la obra con el ambiente que la rodea.

El sonido es un continuo que va, sin rupturas, desde lo grave a lo agudo. La voz puede emitirlo y modularlo, pero los instrumentos musicales son incapaces de ello porque pertenecen a un orden humanamente organizado sobre intervalos artificiales: el violín, el piano, la flauta, etc.

Durante siglos la primera música que se transmitió oralmente se utilizó para cantar, tocar y danzar. Pero un día, seis siglos A.C, alguien se preocupó de hacer transmisible, para siempre, ésta música de otro modo que no fuera de boca a oreja, es decir, escribiéndola, para lo cual no existía ni método ni instrumento. Y como se trataba de fijar el sonido en puntos determinados, rompiendo así su perfecta continuidad, había que presentarlo por medio de elementos comprensibles para cualquier individuo, y por consiguiente, recortar el continuo de acuerdo con un cierto convencionalismo y hacer graduaciones, las cuales constituirían los peldaños de una escala (artificial) del sonido.

¿Cómo fragmentar la continuidad del fenómeno sonoro?

¿Cómo recortar este sonido según una regla admisible por todo el mundo y especialmente eficaz, es decir, susceptible de flexibilidad, de diversidad, de matices y de riquezas y, sin embargo, sencilla, manejable y accesible?

Pitágoras de Samos resolvió la cuestión tomando dos puntos de apoyo capaces de unir la seguridad y la diversidad: “por una parte el oído humano, la audibilidad humana (y no la de los lobos, los leones o los perros) y otra por los números, es decir, la Matemática (sus combinaciones), que es hija del universo”

Así se creó la primera escritura musical capaz de contener y transmitirla a través del tiempo y del espacio. Surgen, de esta manera, los modos griegos, o gregorianos, dentro de los cuales, dos de ellos, el modo dorio y el jonio, serán, posteriormente, la génesis de la música gregoriana y por consiguiente, de la práctica del culto cristiano a través de todas las naciones y de los más diversos idiomas.

Aparte de una tentativa sin gran éxito durante el Renacimiento, esta práctica continuó hasta el siglo XVII en que la familia de los Bach y, particularmente, Juan Sebastián, creó una nueva notación musical: La gama temperada, nuevo utensilio más perfeccionado, que dio después gran impulso a la composición musical.

Hace tres siglos que se emplea éste utensilio, el cual basta para expresar lo que se presentaba como la propia finura del espíritu: el pensamiento musical, el de Juan Sebastián Bach, el de Mozart y el de Beethoven, el de Debussy y el de Stravinsky, el de Satie o el de Ravel, el de los atonalistas de última hora.

Acaso, y arriesgo la profecía, el desarrollo de la era tecnológica, exija una herramienta más sutil capaz de unir disposiciones sonoras, hasta hoy abandonadas o no oídas, no percibidas y no apreciadas. Pero permanece el hecho que la civilización blanca se ha apoderado durante el curso de varios milenios de dos utensilios para la exploración del sonido, fenómeno continuo intransmisible por la escritura si antes no se ha seccionado y medido.

Ni profeta, ni frenético, Le Corbusier sabía que no eran arriesgadas sus especulaciones, solo se entretenía, como buen homo ludens del siglo XX, muchos de sus amigos eran músicos que compartían su pasión por las matemáticas, ellos hallaron tierra fértil en la nueva era tecnológica y dieron paso a un nuevo hombre, el homo bit del siglo XXI.

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