sábado, 28 de junio de 2025

El aburrido soy yo

 El aburrido soy yo. Contado por mi padre


Mi hijo cree que soy aburrido.


Lo dijo por primera vez cuando tenía seis años. Lo recuerdo con precisión porque acababa de enseñarle a andar en bicicleta sin rueditas y, al llegar a casa, me senté con un libro de historia mientras él pedía que jugáramos a ser dinosaurios. Me miró como si le hubiera fallado. Cruzó los brazos, infló las mejillas y sentenció: “Papá, tú eres aburrido.”


Yo no dije nada. Solo sonreí y asentí, como hacen los padres que saben que ciertas batallas no deben pelearse de frente.


Pero ahora que él tiene diecisiete y yo muchos más, creo que es momento de contar mi versión de la historia.


Mi nombre es Marcos, y sí: soy aburrido. Al menos en la superficie. No bailo en bodas, no juego videojuegos, y mi idea de una noche emocionante incluye sopa caliente, una manta y un buen libro. Pero lo que mi hijo no sabe —y quizás nunca se lo dije— es que el aburrimiento fue una elección, no una condena.


Cuando tenía su edad, vivía para lo extraordinario. Viajé por Sudamérica con una mochila y una guitarra. Toqué en bandas, dormí en estaciones de tren, besé a una francesa en un carnaval en Bahía, y escribí poemas en servilletas de bares a medianoche. Fui todo menos aburrido. Pero un día, en un pueblo de montaña en Bolivia, vi a un hombre —un campesino, quizá de mi edad actual entonces— jugando a las escondidas con su hija bajo un aguacero. Se reían, empapados, como si el mundo no existiera más allá de ese momento.


Algo en mí cambió.


Decidí que quería ser ese hombre. El que se quedaba. El que elegía lo sencillo. Lo constante.


Así volví. Estudié, trabajé, me casé con tu madre. Te tuvimos a ti. Cambié la guitarra por reuniones de padres y el vino barato por café templado en tazas con dibujos tuyos.


¿Y sabes qué? Cada vez que te veía dormir, o cuando me pedías leer el mismo cuento por décima vez, o cuando llorabas porque el monstruo del armario había vuelto… sentía que había elegido bien.


A veces, la emoción está sobrevalorada. A veces, ser aburrido es la forma más valiente de amor.


Ahora tú estás en esa etapa: todo es rápido, urgente, lleno de ruido y cambios. Te entiendo. Yo también fui así. Pero, hijo, si alguna vez eliges ser “aburrido” como yo, hazlo sabiendo que no hay nada más rebelde que amar en silencio, cuidar sin pedir, y estar… incluso cuando el mundo entero te dice que deberías estar en otra parte.


Tal vez algún día tengas un hijo que diga que tú eres aburrido. Y tal vez te duela un poco, como a mí. Pero entonces, cuando él se duerma, y la casa quede en silencio, te mirarás al espejo y sonreirás.


Porque sabrás, como yo, que el aburrido… eras tú.


Y bendito sea.


viernes, 27 de junio de 2025

Canción: "El Ave y el Silencio"

 



Verso 1

Hay un ave y no hay nada aquí,

solo el viento que aprendió a escribir

tu nombre en cada sombra del jardín,

cuando el mundo aún latía por ti.


Verso 2

Tu voz se esconde en la luz del sol,

como un eco que no quiere partir.

Tus pasos viven bajo este crisol,

donde el tiempo dejó de seguir.


Coro

Padre, hay un ave sobre mí,

vuela alto donde no hay fin.

Y aunque el cielo no responda hoy,

sé que en su vuelo vas junto a mí.


Verso 3

Hay un ave, y no hay nada aquí,

solo el pulso de lo que aprendí:

ser fuerte en la tormenta gris,

y seguir, aunque duela el porvenir.


Puente

Tus manos aún guían mi andar,

invisibles como el respirar.

En la calma de este atardecer,

te escucho sin verte volver.


Coro Final

Padre, hay un ave sobre mí,

vuela alto, pero aún te oí.

En su canto, susurra el amor

de un hijo que no olvida quién fue.


Cierre (voz suave)

Hay un ave…

y aunque no estés aquí,

sigues en mí.

"Elaia, la montaña que respira"


Cuentan los ancianos del Valle de Lierna que en lo más alto del mundo, donde el sol solo se atreve a rozar las cimas con dedos tímidos, existe una montaña que respira. No es una figura metafórica ni una leyenda para asustar a los niños; la montaña, llamada el Pico Sombrío, exhala en la noche una niebla helada que cubre la aldea entera cuando la luna está llena.


Durante siglos, nadie se atrevió a escalarla. No por el frío, ni por las grietas invisibles bajo la nieve, sino por el guardián que vive en su cúspide: un ser forjado de roca y viento, con ojos como carbones encendidos y un corazón que late con los truenos de la tormenta.

Pero un día, una joven llamada Elaia, nacida en el silencio del invierno, decidió ascender. No lo hizo por valentía, ni por fama, sino porque su hermano había desaparecido entre las nubes del pico el año anterior, y el eco de su voz seguía bajando con el viento.

Elaia subió con pasos firmes, desafiando el rugido del viento y la sombra que cubría la cara oculta del pico. Al llegar a la cima, encontró una figura solitaria tallada en hielo y piedra: el Guardián. No era un monstruo, sino un viejo dios olvidado, condenado a proteger el secreto del Pico Sombrío.

El secreto no era una joya ni un poder arcano. Era la Memoria del Mundo, un lugar donde el tiempo se detenía y los que eran olvidados por la tierra vivían en la niebla. Allí estaba su hermano, congelado en el instante exacto en que desapareció, sonriendo.

Elaia, con lágrimas calientes que se evaporaban al tocar el aire, le habló al Guardián. No pidió milagros. Solo pidió recordar. El dios, conmovido por la pureza de su corazón, le concedió un instante. Su hermano abrió los ojos. Le dijo adiós.

Desde entonces, cada vez que la niebla baja del Pico Sombrío, los aldeanos la saludan con respeto. Saben que no es peligro, sino recuerdo, y que en lo alto de la montaña, alguien vela por los que ya no están.


lunes, 23 de junio de 2025

Imágenes paganas







 

La fugura del cuaderno



"La figura del cuaderno"
 
En un pueblo rodeado de niebla y colinas grises, existía una leyenda que nadie quería contar en voz alta: la del Espectro del Lomo Curvo, una figura que aparecía solo cuando alguien dibujaba sin pensar, cuando la mano se dejaba guiar por algo que no era completamente suyo.

Lucía era una joven que coleccionaba cuadernos viejos. Amaba encontrar páginas en blanco, entre restos de palabras olvidadas. Una noche, al calor de una manta y con el sonido tenue de la lluvia contra la ventana, abrió uno que encontró en un mercado de pulgas. El cuaderno tenía una sola inscripción: “No sigas la línea que no es tuya”.

Ignorando la advertencia, comenzó a dibujar, sin pensarlo, dejando que la pluma se moviera sola. Fue entonces cuando apareció la figura: un ser alto, de piernas humanas pero envuelto en un manto oscuro que parecía absorber la tinta y la luz. No tenía rostro visible, solo una sombra alargada en donde deberían estar los ojos. Algo en ella parecía estar saliendo del cuaderno… o esperando a que alguien la terminara de liberar.

Al día siguiente, Lucía sintió que alguien la seguía. No en la calle, sino en los reflejos: en la ventana empañada, en el cristal del microondas, en el agua del lavamanos. Siempre la misma figura, inmóvil, mirándola.

La última página del cuaderno apareció escrita una mañana, aunque ella juraba no haberla tocado:

"Gracias por abrirme. Ahora caminas en mi lugar."

Desde entonces, el cuaderno quedó vacío. Solo quedó el dibujo. Y de Lucía, nadie supo más.

"La figura del cuaderno (Parte II)"

El cuaderno permaneció cerrado durante semanas, abandonado sobre un sillón viejo de la biblioteca municipal. Nadie lo había notado. Nadie, excepto Julia, una estudiante de arte que pasaba las tardes dibujando en silencio entre estantes olvidados. Un día de lluvia —como aquella noche cuando Lucía desapareció— Julia encontró el cuaderno y lo hojeó con curiosidad.

Le llamó la atención el dibujo de la figura: la postura encorvada, los pies descalzos, el velo que cubría el rostro. Algo en ella le resultaba vagamente familiar. En la página siguiente, sólo una línea escrita con tinta negra ya seca:

"Ahora caminas en mi lugar."

Sintió un escalofrío, pero no cerró el cuaderno. Al contrario, tomó su lápiz y, por impulso, comenzó a dibujar lo que parecía una puerta detrás de la figura. Era alta, estrecha, y completamente oscura por dentro. Al terminar, el cuaderno vibró, apenas perceptible, como si respirara. Julia lo cerró de golpe, temblando.

Esa noche, soñó con Lucía.

No la conocía, pero sabía que era ella. Estaba de pie en un pasillo sin fin, con paredes forradas de hojas rayadas, como si todo el espacio fuera un cuaderno infinito. Lucía hablaba, pero no tenía voz. Movía los labios, suplicaba. Julia solo alcanzó a leer una palabra que se repetía en su boca: "Vuelve."

Despertó sudando. A su lado, el cuaderno estaba abierto en una nueva página. No recordaba haberla visto antes. Allí había un nuevo dibujo: era Julia misma, dibujada de perfil, frente a la puerta que ella misma había creado.

Y debajo, una advertencia:

"Quien da forma a la puerta, debe cruzarla."

A la noche siguiente, Julia no apareció por la biblioteca. En su silla quedó el cuaderno, otra vez cerrado. Alguien lo encontró. Lo hojeó. Vio dos dibujos: la figura original… y otra nueva, más reciente, más detallada, de una chica de pelo corto y suelto, a medio paso de cruzar un umbral.

El bibliotecario lo cerró sin decir nada. Lo puso en una caja junto a otros objetos perdidos. Sobre la tapa, escribió sin saber por qué:

“No abrir. Ya hay suficientes adentro.”
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"La figura del cuaderno (Parte II)"

El cuaderno permaneció cerrado durante semanas, abandonado sobre un sillón viejo de la biblioteca municipal. Nadie lo había notado. Nadie, excepto Julia, una estudiante de arte que pasaba las tardes dibujando en silencio entre estantes olvidados. Un día de lluvia —como aquella noche cuando Lucía desapareció— Julia encontró el cuaderno y lo hojeó con curiosidad.

Le llamó la atención el dibujo de la figura: la postura encorvada, los pies descalzos, el velo que cubría el rostro. Algo en ella le resultaba vagamente familiar. En la página siguiente, sólo una línea escrita con tinta negra ya seca:

"Ahora caminas en mi lugar."

Sintió un escalofrío, pero no cerró el cuaderno. Al contrario, tomó su lápiz y, por impulso, comenzó a dibujar lo que parecía una puerta detrás de la figura. Era alta, estrecha, y completamente oscura por dentro. Al terminar, el cuaderno vibró, apenas perceptible, como si respirara. Julia lo cerró de golpe, temblando.

Esa noche, soñó con Lucía.

No la conocía, pero sabía que era ella. Estaba de pie en un pasillo sin fin, con paredes forradas de hojas rayadas, como si todo el espacio fuera un cuaderno infinito. Lucía hablaba, pero no tenía voz. Movía los labios, suplicaba. Julia solo alcanzó a leer una palabra que se repetía en su boca: "Vuelve."

Despertó sudando. A su lado, el cuaderno estaba abierto en una nueva página. No recordaba haberla visto antes. Allí había un nuevo dibujo: era Julia misma, dibujada de perfil, frente a la puerta que ella misma había creado.

Y debajo, una advertencia:

"Quien da forma a la puerta, debe cruzarla."

A la noche siguiente, Julia no apareció por la biblioteca. En su silla quedó el cuaderno, otra vez cerrado. Alguien lo encontró. Lo hojeó. Vio dos dibujos: la figura original… y otra nueva, más reciente, más detallada, de una chica de pelo corto y suelto, a medio paso de cruzar un umbral.

El bibliotecario lo cerró sin decir nada. Lo puso en una caja junto a otros objetos perdidos. Sobre la tapa, escribió sin saber por qué:

“No abrir. Ya hay suficientes adentro.”

"La figura del cuaderno (Parte II)"

El cuaderno permaneció cerrado durante semanas, abandonado sobre un sillón viejo de la biblioteca municipal. Nadie lo había notado. Nadie, excepto Julia, una estudiante de arte que pasaba las tardes dibujando en silencio entre estantes olvidados. Un día de lluvia —como aquella noche cuando Lucía desapareció— Julia encontró el cuaderno y lo hojeó con curiosidad.

Le llamó la atención el dibujo de la figura: la postura encorvada, los pies descalzos, el velo que cubría el rostro. Algo en ella le resultaba vagamente familiar. En la página siguiente, sólo una línea escrita con tinta negra ya seca:

"Ahora caminas en mi lugar."

Sintió un escalofrío, pero no cerró el cuaderno. Al contrario, tomó su lápiz y, por impulso, comenzó a dibujar lo que parecía una puerta detrás de la figura. Era alta, estrecha, y completamente oscura por dentro. Al terminar, el cuaderno vibró, apenas perceptible, como si respirara. Julia lo cerró de golpe, temblando.

Esa noche, soñó con Lucía.

No la conocía, pero sabía que era ella. Estaba de pie en un pasillo sin fin, con paredes forradas de hojas rayadas, como si todo el espacio fuera un cuaderno infinito. Lucía hablaba, pero no tenía voz. Movía los labios, suplicaba. Julia solo alcanzó a leer una palabra que se repetía en su boca: "Vuelve."

Despertó sudando. A su lado, el cuaderno estaba abierto en una nueva página. No recordaba haberla visto antes. Allí había un nuevo dibujo: era Julia misma, dibujada de perfil, frente a la puerta que ella misma había creado.

Y debajo, una advertencia:

"Quien da forma a la puerta, debe cruzarla."

A la noche siguiente, Julia no apareció por la biblioteca. En su silla quedó el cuaderno, otra vez cerrado. Alguien lo encontró. Lo hojeó. Vio dos dibujos: la figura original… y otra nueva, más reciente, más detallada, de una chica de pelo corto y suelto, a medio paso de cruzar un umbral.

El bibliotecario lo cerró sin decir nada. Lo puso en una caja junto a otros objetos perdidos. Sobre la tapa, escribió sin sa
“No abrir. Ya hay suficientes adentro.”
"La figura del cuaderno (Parte III)"

El cuaderno pasó desapercibido durante meses. Guardado entre otros objetos olvidados en una caja polvorienta, nadie lo tocó… hasta que un joven llamado Simón, encargado nuevo del archivo, decidió ordenarlo todo. Curioso por la advertencia escrita en la tapa —“No abrir. Ya hay suficientes adentro.”— pensó que era una broma o un mensaje críptico de algún estudiante aburrido.

Pero al abrir el cuaderno, algo lo inquietó de inmediato: los dibujos no parecían estáticos. La figura oscura, esa primera presencia que surgía de la tinta, ahora tenía un pie más adelante que antes. Como si hubiera dado un paso. También la chica de la puerta —Julia— parecía más borrosa, como si el trazo se estuviera deshaciendo, consumido por la sombra.

Simón sintió un hormigueo en los dedos, pero no soltó el cuaderno. Pasó la página y encontró otra hoja, en blanco… hasta que, ante sus ojos, comenzó a llenarse sola. Las líneas no eran dibujo esta vez, sino palabras. Una nota, escrita en letra apretada y temblorosa:

> “No somos dibujos. Somos ecos. Reflejos de quienes abren sin cuidado.
La tinta no es tinta. Es memoria. Y la puerta aún está abierta.
Si llegaste hasta aquí, cierra lo que abriste… antes de que te escriba a ti.”



Simón cerró el cuaderno de golpe. Respiraba agitado. Pero cuando se levantó, su reflejo en la ventana no lo imitó.

Su reflejo permanecía quieto.

Y luego, muy lentamente, levantó el brazo… y escribió algo en el cristal empañado con un dedo invisible:

“Demasiado tarde.”

Esa fue la última noche en que alguien vio a Simón.

Al día siguiente, el cuaderno apareció abierto en su escritorio, con una nueva figura en la página siguiente. Un hombre joven, en tinta negra, con los ojos completamente en blanco, de pie frente a un espejo.

Ahora había tres atrapados.

Y una página más libre.


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Excelente. Esta cuarta parte irá más profundo, hacia el origen del cuaderno y lo que hay más allá de la puerta. La atmósfera será más onírica y oscura, casi como un viaje entre mundos de papel y sombra.


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"La figura del cuaderno (Parte IV)"

El reverso del papel

El cuaderno no fue creado, fue hallado.

Mucho antes de Lucía, Julia o Simón, pertenecía a una encuadernadora de nombre Clara Bellati, una mujer silenciosa que trabajaba en un taller olvidado al final de una calle sin nombre. Nadie sabía su origen, ni por qué sus libros tenían ese aroma a tierra húmeda y madera vieja.

Una noche, Clara recibió un pedido extraño: encuadernar una pila de hojas negras, todas escritas en negativo, como si la tinta no fuera tinta, sino vacío. La persona que lo dejó nunca mostró su rostro. Solo dijo:
“Hazlo con hilo rojo. Y no lo leas.”

Clara, movida por la intriga, hojeó las hojas. No entendió nada… hasta que llegó a la última. Esa sí la pudo leer. Decía:

> “Cada página es una celda. Cada trazo, una llave.
No encierres lo que quiere salir.
No dibujes lo que no conoces.
Y nunca abras la puerta del final.”



Pero Clara ya la había visto. Una figura oscura, delgada, cubierta por un velo de tinta, estaba dibujada en la contraportada, de espaldas. Al tocarla, sintió un tirón —no en el papel, sino en el mundo. Como si una parte de ella se hubiera quedado del otro lado.

Desde entonces, el cuaderno comenzó a moverse solo. Cambiaba de lugar. Escribía en las noches. Reflejaba rostros que no eran suyos.

Clara desapareció poco después, dejando solo una nota clavada en la puerta del taller:
“No es un libro. Es una frontera.”


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Mientras tanto… dentro de la puerta

Lucía, Julia y Simón caminan en un mundo hecho de líneas. El suelo cruje como papel viejo. No hay sol, solo una luz blanca que no da calor. Están atrapados, sí, pero no solos. Hay muchos más, miles quizás, todos caminando en silencio entre paredes dibujadas. Algunos lloran sin lágrimas. Otros están sentados, dibujando compulsivamente en hojas que desaparecen.

Y en el centro de todo, una torre hecha de cuadernos apilados.

Allí habita la figura. No habla. No come. Solo dibuja. Cada trazo suyo crea una nueva puerta. Cada nuevo dibujo, una nueva víctima.

Lucía fue la primera en acercarse. Le habló sin palabras. La figura alzó la cabeza.

Y por primera vez, mostró su rostro:
Era ella misma.
Era todos ellos.

Y en su cuaderno, Lucía vio una página aún sin llenar.

Con su nombre escrito arriba.


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¿Quieres que te escriba la quinta parte? Podría ser el momento de presentar a alguien que descubra la forma de entrar a propósito… para enfrentarse a la figura o tratar de liberarlos. ¿Qué te gustaría ver? ¿Rescate, rebelión o algo más oscuro aún?


miércoles, 28 de mayo de 2025

PEDAGOGIA NEUROCIENTIFICA









HIPÓFISIS





La expresión "caleidoscópica flor la vida" sugiere la idea de la vida como un caleidoscopio, donde cada instante, cada experiencia, cada persona que conoces, crea un nuevo y diverso patrón, una flor en constante cambioEs como una flor que se abre y despliega sus pétalos, mostrando una gama infinita de colores y formas. 
En resumen, la imagen de la vida como una flor caleidoscópica enfatiza la naturaleza cambiante, la diversidad y la belleza en la experiencia humana.
Aquí hay algunos puntos que refuerzan esta idea:

  • La vida como un caleidoscopio:
    El caleidoscopio es un objeto que crea patrones sorprendentes al mezclar colores y formas. De manera similar, la vida está llena de experiencias, encuentros y situaciones que se entrelazan y dan lugar a nuevas perspectivas. 


  • La flor como símbolo de la vida:
    Las flores representan la belleza, la renovación y la naturaleza en constante crecimiento. La vida, al igual que una flor, se expande, florece y se transforma. 


  • La conexión entre la vida y el arte:
    La expresión conecta la vida con el arte, específicamente con la creación de patrones y diseños únicos, como los que se producen en un caleidoscopio. Esto sugiere que la vida es una obra de arte en sí misma, con una belleza inherente. 


  • La interconexión de todas las cosas:
    La "Flor de la Vida", mencionada en algunos resultados, es un símbolo geométrico que representa la interconexión de todas las formas de vida. Esto refuerza la idea de que la vida es un todo interconectado, donde cada elemento contribuye a la totalidad.