domingo, 28 de diciembre de 2008

EN BUSCA DE LA MÚSICA CHILENA




Sería lógico esperar que los muebles de gruesa madera, la barra ancha y el ajetreo distendido de esta tarde de viernes en el bar La Unión tuviesen la compañía de un pianista sobrio o un cantante de boleros sin ánimo de molestar. Pero no estamos en 1940, y la opción del encargado es más simple (y barata): será Rojo. Fama contra fama el murmullo de fondo para nuestra entrevista sobre música popular chilena.

Dificultamos un mejor signo de los tiempos.

«Hubo una época en que la experiencia musical se entendía, siempre, como algo en vivo», recuerda el musicólogo y profesor universitario Juan Pablo González, quien ha llegado hasta este lugar de sonidos envasados para hablar, precisamente, de cómo solía ser la música popular chilena cuando lo que contaba era el recital o la presentación ante público (mucho más que el disco o el lugar en el ranking).

Su libro Historia social de la música popular en Chile, 1890-1950 (escrito junto al historiador Claudio Rolle y ganador del premio de Musicología Casa de las Américas) analiza, por ejemplo, la importancia que alguna vez tuvieron el escenario y el auditorio radial para el desarrollo de nuestra canción. Otros fenómenos que pueden entenderse mejor al leerlo son la relación entre música y cine; y el desarrollo de géneros importados rara vez documentada, como la revista musical, la zarzuela o el cuplé.

—Los de la televisión también son cantantes y hasta pueden ser músicos. Pero en el libro queda claro que no puede compararse su situación con lo que sucedía hace medio siglo en los auditorios radiales.
—Para nada. Las últimas décadas han significado una pérdida absoluta para la experiencia musical. No sólo porque desaparecen los lugares para sociabilizar con música en vivo, sino porque también se extinguen las oportunidades para que los músicos toquen. En el libro hablamos sobre cabarés, boîtes, salones de baile, quintas de recreo, auditorios de radio. Todo eso es insustituible. Sería como decir que el teatro puede reemplazarse por un video de la obra, y que pudiéramos ver en la casa el “Teatro a mil”.

Dentro del ámbito académico, Juan Pablo González constituye un caso atípico. Puede realizar sin problemas un análisis sobre el valor de Los Ángeles Negrossentado en su escritorio de profesor de la Universidad Católica, y no porque no entienda de partituras. Su opción ha sido especializarse en los géneros musicales masivos y urbanos, usualmente despreciados por las investigaciones académicas más serias (con un lamentable efecto para nuestros debates sobre identidad, según veremos).

«Siempre ha habido una preocupación mayor por la tradición oral de las culturas vernáculas o del mundo indígena, como espacios de “pureza” artística o patrimonial. Al ámbito urbano suele vérsele como un espacio de mezcla e influencia externa; menos puro, digamos, y donde se cree que han primado sólo criterios comerciales. Nosotros partimos de la base de que el ochenta por ciento de la música más importante del siglo XX es, precisamente, la música popular, aun cuando no se la considere académicamente en su valor patrimonial ni artístico».

Ese espíritu parcialmente reivindicatorio guía parte importante de Historia social de la música popular en Chile, 1890-1950, un libro extenso y hermosamente ilustrado (con fotos, afiches y trabajo gráfico de la época), que tomó seis años de trabajo, y sobre el cual no existían antecedentes disponibles para el público interesado.

—Es curioso que resulte tan novedoso un estudio sobre un fenómeno que, mal que mal, no puede ni esquivarse.
—Claro. Incluso si quieres ponerte a investigar sobre música chilena vas a encontrar que el aporte real que Chile le ha hecho al mundo en el ámbito musical ha sido desde lo popular. Ni la música indígena ni los grandes compositores de música docta tienen el impacto que sí han logrado Violeta ParraLos Ángeles NegrosInti-Illimani o Alberto Plaza, por plantearte un espectro amplio. Entonces, si estamos discutiendo sobre identidad chilena y patrimonio cultural, no podemos dejar de lado esta música que ha ido construyendo la sensibilidad del romance, las formas de ver el mundo, la experiencia corporal, el “yo” generacional en la gente.

—El libro habla sobre Chile, pero también sobre lo extranjero en Chile, como si fuesen conceptos inseparables.
—Durante el siglo XX, llega un momento en que la música folclórica chilena no logra satisfacer las necesidades expresivas, de identidad, de cosmovisión que comienza a tener el chileno que vive geográficamente tan aislado. Entonces el campesino empieza a escuchar música mexicana; y el habitante de la ciudad, música tropical o tango. El público de Chile es muy afortunado, porque tiene a su disposición lo mejor del repertorio del mundo, y es eso lo que va produciendo cruces.

Lo anterior significó que para 1928 la compañía Víctor (futura RCA-Víctor) tuviera funcionando setenta oficinas de distribución de discos, fonógrafos y repuestos a lo largo de todo Chile; incluyendo poblados tan inesperados como Achao o San Javier. La música era un negocio, un buen negocio; que incluso justificaba el alcance de los asentamientos rurales. En el libro se consigna que ya en el año 1937 la música mexicana era invitada habitual en las fiestas del campo chileno, y que en 1938 surgió el primer grupo chileno de mariachis. Para González, esto es parte de una tradición que, lejos de poner en entredicho a nuestra identidad, aviva aquellas teorías que nos invitan a entendernos desde la mezcla.

«A partir de los años cincuenta uno ya puede valorar que el gran aporte de la música chilena al arte popular es, justamente, la mezcla. Las mezclas que hacenVioleta Parra, la Nueva Canción [Chilena] en general, Los Ángeles NegrosLos Jaivas».

—¿Son las suyas mentes pioneras, de vanguardia?
—Yo creo que son un producto del país. Las cosas a veces surgen de un modo muy circunstancial, producto de ciertas precariedades o de la casualidad. El mercado chileno es chico pero muy variado. Llama la atención que un país tan pequeño tenga tal diversidad de ofertas en todo orden de cosas, desde modelos de celulares hasta marcas de auto. Del mismo modo, el músico chileno se hace sabiendo que tiene que ser muy versátil: tiene que tocar tonada y cueca, pero también tiene que ser capaz de tocar tango, cantar un bolero y entender de rocanrol y vals peruano.

Libertad Lamarque y Agustín Lara en apuros

La citada versatilidad fue, quizás, lo que más sorprendió a Juan Pablo González mientras trabajaba en esta investigación. El experimentado musicólogo comenzaba a enfrentarse a un pasado en el que la música se concebía como un todo, sin especializaciones aisladas; en una época durante la cual un mismo concertista virtuoso en violín iba y tocaba en los auditorios radiales, y en la que no producía conflictos escuchar folclore en los salones de baile, rumba en el teatro Municipal, orquestas dentro de un cine, ni mazurcas y boleros en boca de cantantes vestidos de huasos.

—Es un mismo repertorio para todo el entramado social. Obviamente que las boîtes eran más caras que las quintas de recreo, pero no existía una gran diferencia en cuanto a repertorio (eso surge más bien en los años sesenta, cuando nace este concepto de “lo juvenil”). Jorge Negrete viene a Chile el [año] 46 ó 47 y van todos los sectores sociales a verlo. Todos bailan música tropical o fox trot.

—En el libro ustedes reúnen anécdotas muy graciosas y sorprendentes. Como que Libertad Lamarque intentó suicidarse lanzándose desde la ventana del hotel Carrera, o que Agustín Lara debió cantar gratis en Viña del Mar a modo de canje, luego de perder su dinero en el Casino. Más allá de lo tragicómico, ¿era Chile entonces una plaza de conciertos internacionales especialmente activa?
—Sí, claro. Está lo que hablábamos antes: la música se entendía como algo en vivo. Pedro Vargas venía, actuaba, y luego tú te quedabas en el mismo teatro a ver una de sus películas. Se te iba toda la tarde en eso. Hay un músico chileno de entonces que toma esa definición de la música como “el arte de combinar sonidos” y dice: “No; la música es el arte de combinar horarios”. Porque los músicos tenían, efectivamente, mucho trabajo.

—Es evidente que todo esto ya no existe. ¿Puede fijarse una fecha o un suceso exacto que haya marcado el fin de este hervidero musical?
—Obviamente que el impacto de la televisión en Chile es muy grande. Afortunadamente la televisión se demora bastante en llegar (considerando que en Estados Unidos ya funcionaba en los años treinta), porque, cuando llega, deja a la gente en la casa, absorbe las orquestas de radio para llevárselas al estudio y lo estandariza todo: en la medida que el minuto de TV vale cien veces más que el minuto de radio, todo se ve obligado a ser más corto, más sintético, más rápido. Pero ése es un proceso paulatino.

González y Rolle trabajan ya en el segundo volumen de esta investigación, la cual estará centrada esta vez en las décadas de los sesenta y setenta, un período especialmente fértil debido la siembra de Violeta Parra, el neofolclore y la Nueva Canción Chilena. Es importante acoger su trabajo como parte de un esfuerzo más amplio que el editorial. El libro Historia social de la música popular en Chile, 1890-1950 (disponible en librerías a un precio aproximado de 17 mil pesos) incluye un CD con grabaciones recuperadas de la época (de Ana González a Ester Soré, incluyendo la primera formación de Los Huasos Quincheros y grabaciones de la orquesta de Porfirio Díaz y el Quinteto Swing Hot de Chile), editadas por primera vez con su sonido remasterizado.

Además, y en conjunto con la Universidad Católica, González es responsable del montaje de dos espectáculos teatrales-musicales alusivos: Del salón al cabaretrepresenta la actividad febril y creativa de los años veinte, y Días de radio en Chilese concentra en el fervor de los auditorios durante la década de los cuarenta. Los montajes han incluido hasta ahora el trabajo de músicos, cantantes y actores profesionales; y es factible que se repitan en diversas ciudades durante el 2005.

Entrevista extraida desde : http://solgarcia.wordpress.com/

jueves, 25 de diciembre de 2008

Luna 3 - En busca del lado oscuro de la Luna


Luna 3 
 Sonda automática soviética, del Programa Lunik diseñada por el ingeniero Serguéi Koroliov, destinada al alunizaje suave. Lanzada el día 4 de octubre de 1959, realizó las primeras fotografías de la cara oculta de nuestro satélite.


Primera imágen del lado oscuro de la Luna

este día una guagüita chilena tenía nueve meses y hoy me regaló esta foto
<3

BAJA AQUÍ
DARK SIDE OF THE MOON
PINK FLOYD


si este no funca pueden encontrar más descargas en http://www.taringa.net/posts/musica/1925436/Simplemente-Pink-Floyd.html

los links anteriores vienen sin clave, los borré, mil disculpas
yo los pude bajar pero jamás encontré la clave para descomprimir los archivos
ahora intento bajar el disco con estos links

feliz navidad

domingo, 21 de diciembre de 2008

Julio Cortazar-Las Ménades


 Alcanzándome un programa impreso en papel crema, Don Pérez me condujo a mi platea. Fila nueve, ligeramente hacia la derecha: el perfecto equilibrio acústico. Conozco bien el teatro Corona y sé que tiene caprichos de mujer histérica. A mis amigos les aconsejo que no acepten jamás fila trece, porque hay una especie de pozo de aire donde no entra la música; ni tampoco el lado izquierdo de las tertulias, porque al igual que en el Teatro Comunale de Florencia, algunos instrumentos dan la impresión de apartarse de la orquesta, flotar en el aire, y es así como una flauta puede ponerse a sonar a tres metros de uno mientras el resto continúa correctamente en la escena, lo cual será pintoresco pero muy poco agradable.
   Le eché una mirada al programa. Tendríamos El sueño de una noche de verano, Don Juan, El mar y la Quinta sinfonía. No pude menos de reírme al pensar en el Maestro. Una vez más el viejo zorro había ordenado su programa de concierto con esa insolente arbitrariedad estética que encubría un profundo olfato psicológico, rasgo común en los régisseurs de music-hall, los virtuosos de piano y los match-makers de lucha libre. Sólo yo de puro aburrido podía meterme en un concierto donde después de Strauss, Debussy, y sobre el pucho Beethoven contra todos los mandatos humanos y divinos. Pero el Maestro conocía a su público, armaba conciertos para los habitués del teatro Corona, es decir gente tranquila y bien dispuesta que prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer, y que exige ante todo profundo respeto por su digestión y su tranquilidad. Con Mendelssohn se pondrían cómodos, después el Don Juan generoso y redondo, con tonaditas silbables. Debussy los haría sentirse artistas, porque no cualquiera entiende su música. Y luego el plato fuerte, el gran masaje vibratorio beethoveniano, así llama el destino a la puerta, la V de la victoria, el sordo genial, y después volando a casa que mañana hay un trabajo loco en la oficina.
   En realidad yo le tenía un enorme cariño al Maestro, que nos trajo buena música a esta ciudad sin arte, alejada de los grandes centros, donde hace diez años no se pasaba de La Traviata y la obertura de El Guaraní. El Maestro vino a la ciudad contratado por un empresario decidido, y armó esta orquesta que podía considerarse de primera línea. Poco a poco nos fue soltando Brahms, Mahler, los impresionistas, Strauss y Mussorgski. Al principio los abonados le gruñeron y el Maestro tuvo que achicar las velas y poner muchas "selecciones de ópera" en los programas; después empezaron a aplaudirle el Beethoven duro y parejo que nos plantaba, y al final lo ovacionaron por cualquier cosa, por sólo verlo, como ahora que su entrada estaba provocando un entusiasmo fuera de lo común. Pero a principios de temporada la gente tiene las manos frescas, aplaude con gusto, y además todo el mundo lo quería al Maestro que se inclinaba secamente, sin demasiada condescendencia, y se volvía a los músicos con su aire de jefe de brigantes. Yo tenía a mi izquierda a la señora de Jonatán, a quien no conozco mucho pero que pasa por melómana, y que sonrosadamente me dijo:
   -Ahí tiene, ahí tiene a un hombre que ha conseguido lo que pocos. No solo ha formado una orquesta sino un público. ¿No es admirable?
   -Sí -dije yo con mi condescendencia habitual.
   -A veces pienso que debería dirigir mirando hacia la sala, porque también nosotros somos un poco sus músicos.
   -No me incluya, por favor -dije-. En materia de música tengo una triste confusión mental. Este programa, por ejemplo, me parece horrendo. Pero sin duda me equivoco.
   La señora de Jonatán me miró con dureza y desvió el rostro, aunque su amabilidad pudo más y la indujo a darme una explicación.
   -El programa es de puras obras maestras, y cada una ha sido solicitada especialmente por cartas de admiradores. ¿No sabe que el Maestro cumple esta noche sus bodas de plata con la música? ¿Y que la orquesta festeja los cinco años de formación? Lea al dorso del programa, hay un articulo tan delicado del doctor Palacín.
   Leí el artículo del doctor Palacín en el intervalo, después de Mendelssohn y Strauss que le valieron al Maestro sendas ovaciones. Paseándome por el foyer me pregunté una o dos veces si las ejecuciones justificaban semejantes arrebatos de un público que, según me consta, no es demasiado generoso. Pero los aniversarios son las grandes puertas de la estupidez, y presumí que los adictos del Maestro no eran capaces de contener su emoción. En el bar encontré al doctor Epifanía con su familia, y me quedé a charlar unos minutos. Las chicas estaban rojas y excitadas, me rodearon como gallinitas cacareantes (hacen pensar en volátiles diversos) para decirme que Mendelssohn había estado bestial, que era una música como de terciopelo y de gasas, y que tenía un romanticismo divino. Uno podría quedarse toda la vida oyendo el nocturno, y el scherzo estaba tocado como por manos de hadas. A la Beba le gustaba más Strauss porque era fuerte, verdaderamente un Don Juan alemán, con esos cornos y esos trombones que le ponían carne de gallina -cosa que me resultó sorprendentemente literal. El doctor Epifanía nos escuchaba con sonriente indulgencia.
   -¡Ah, los jóvenes! Bien se ve que ustedes no escucharon tocar a Risler, ni dirigir a von Bülow. Esos eran los grandes tiempos.
   Las chicas lo miraban furiosas. Rosarito dijo que las orquestas estaban mucho mejor dirigidas que cincuenta años atrás, y la Beba negó a su padre todo derecho a disminuir la calidad extraordinaria del Maestro.
   -Por supuesto, por supuesto -dijo el doctor Epifanía-. Considero que el Maestro está genial esta noche. ¡Qué fuego, qué arrebato! Yo mismo hacía años que no aplaudía tanto.
   Y me mostró dos manos con las que se hubiera dicho que acababa de aplastar una remolacha. Lo curioso es que hasta ese momento yo había tenido la impresión contraria, y me parecía que el Maestro estaba en una de esas noches en que el hígado le molesta y él opta por un estilo escueto y directo, sin prodigarse mucho. Pero debía ser el único que pensaba así, porque Cayo Rodríguez casi me saltó al pescuezo al descubrirme, y me dijo que el Don Juan había estado brutal y que el Maestro era un director increíble.
   -¿Vos no viste ese momento en el scherzo de Mendelssohn cuando parece que en vez de una orquesta son como susurros de voces de duendes?
   -La verdad -dije yo- es que primero tendría que enterarme de cómo son las voces de los duendes.
   -No seas bruto -dijo Cayo enrojeciendo, y vi que me lo decía sinceramente rabioso-. ¿Cómo no sos capaz de captar eso? El Maestro está genial, che, dirige como nunca. Parece mentira que seas tan coriáceo.
   Guillermina Fontán venía presurosa hacia nosotros. Repitió todos los epítetos de las chicas de Epifanía, y ella y Cayo se miraron con lágrimas en los ojos, conmovidos por esa fraternidad en la admiración que por un momento hace tan buenos a los humanos. Yo los contemplaba con asombro, porque no me explicaba del todo un entusiasmo semejante; cierto que no voy todas las noches a los conciertos como ellos, y que a veces me ocurre confundir Brahms con Brückner y viceversa, lo que en su grupo sería considerado como de una ignorancia inapelable. De todas maneras esos rostros rubicundos, esos cuellos transpirados, ese deseo latente de seguir aplaudiendo aunque fuera en el foyer o en el medio de la calle, me hacían pensar en las influencias atmosféricas, la humedad o las manchas solares, cosas que suelen afectar los comportamientos humanos. Me acuerdo de que en ese momento pensé si algún gracioso no estaría repitiendo el memorable experimento del doctor Ox para incandescer al público. Guillermina me arrancó de mis cavilaciones sacudiéndome del brazo con violencia (apenas nos conocemos).
   -Y ahora viene Debussy -murmuró excitadísima-. Esa puntilla de agua, La Mer.
   -Será magnifico escucharla -dije, siguiéndole la corriente marina.
   -¿Usted se imagina cómo la va a dirigir el Maestro?
   -Impecablemente -estimé, mirándola para ver cómo juzgaba mi advertencia. Pero era evidente que Guillermina esperaba más fuego, porque se volvió a Cayo que bebía soda como un camello sediento y los dos se entregaron a un cálculo beatífico sobre lo que sería el segundo tiempo de Debussy, y la fuerza grandiosa que tendría el tercero. Me fui de ronda por los pasillos, volví al foyer, y en todas partes era entre conmovedor e irritante ver el entusiasmo del público por lo que acababa de escuchar. Un enorme zumbido de colmena alborotada incidía poco a poco en los nervios, y yo mismo acabé sintiéndome un poco febril y dupliqué mi ración habitual de soda Belgrano. Me dolía un poco no estar del todo en el juego, mirar a esa gente desde fuera, a lo entomólogo. Qué le iba a hacer, es una cosa que me ocurre siempre en la vida, y casi he llegado a aprovechar esta aptitud para no comprometerme en nada.
   Cuando volví a la platea todo el mundo estaba ya en su sitio, y molesté a la entera fila para alcanzar mi butaca. Los músicos entraban desganadamente a escena, y me pareció curioso cómo la gente se había instalado antes que ellos, ávida de escuchar. Miré hacia el paraíso y las galerías altas; una masa negra, como moscas en un tarro de dulce. En las tertulias, más separadas, los trajes de los hombres daban la impresión de bandadas de cuervos; algunas linternas eléctricas se encendían y apagaban, los melómanos provistos de partituras ensayaban sus métodos de iluminación. La luz de la gran lucerna central bajó poco a poco, y en la oscuridad de la sala oí levantarse los aplausos que saludaban la entrada del Maestro. Me pareció curiosa esa sustitución progresiva de la luz por el ruido, y cómo uno de mis sentidos entraba en juego justamente cuando el otro se daba al descanso. A mi izquierda la señora de Jonatán batía palmas con fuerza, toda la fila aplaudía cerradamente; pero a la derecha, dos o tres plateas más allá, vi a un hombre que se estaba inmóvil, con la cabeza gacha. Un ciego, sin duda; adiviné el brillo del bastón blanco, los anteojos inútiles. Sólo él y yo nos negábamos a aplaudir y me atrajo su actitud. Hubiera querido sentarme a su lado, hablarle: alguien que no aplaudía esa noche era un ser digno de interés. Dos filas más adelante, las chicas de Epifanía se rompían las manos, y su padre no se quedaba atrás. El Maestro saludó brevemente, mirando una o dos veces hacia arriba, de donde el ruido bajaba como rolidos para encontrarse con el de la platea y los palcos. Me pareció verle un aire entre interesado y perplejo; su oído debía estarle mostrando la diferencia entre un concierto ordinario y el de unas bodas de plata: Ni qué decir que La Mer le valió una ovación apenas algo menor que la obtenida con Strauss, cosa por lo demás comprensible. Yo mismo me dejé atrapar por el último movimiento, con sus fragores y sus inmensos vaivenes sonoros, y aplaudí hasta que me dolieron las manos. La señora de Jonatán lloraba.
   -Es tan inefable -murmuró volviendo hacia mí un rostro que parecía salir de la  lluvia-. Tan increíblemente inefable...
   El Maestro entraba y salía, con su destreza elegante y su manera de subir al podio como quien va a abrir un remate. Hizo levantarse a la orquesta, y los aplausos y los bravos redoblaron. A mi derecha, el ciego aplaudía suavemente, cuidándose las manos, era delicioso ver con qué parsimonia contribuía al homenaje popular, la cabeza gacha, el aire recogido y casi ausente. Los "¡bravo!", que resuenan siempre aisladamente y como expresiones individuales, restallaban desde todas direcciones. Los aplausos habían empezado con menos violencia que en la primera parte del concierto, pero ahora que la música quedaba olvidada y que no se aplaudía Don Juan ni La Mer (o mejor, sus efectos), sino solamente al Maestro y al sentimiento colectivo que envolvía la sala, la fuerza de la ovación empezaba a alimentarse a sí misma, crecía por momentos y se tornaba casi insoportable. Irritado, miré hacia la izquierda; vi a una mujer vestida de rojo que corría aplaudiendo por el centro de la platea, y que se detenía al pie del podio, prácticamente a los pies del Maestro. Al inclinarse para saludar otra vez, el Maestro se encontró con la señora de rojo a tan poca distancia que se enderezó sorprendido. Pero de las galerías altas venía un fragor que lo obligó a alzar la cabeza y saludar, como raras veces lo hacía, levantando el brazo izquierdo. Aquello exacerbó el entusiasmo, y a los aplausos se agregaban truenos de zapatos batiendo el piso de las tertulias y los palcos. Realmente era una exageración.
   No había intervalo, pero el Maestro se retiró a descansar dos minutos, y yo me levanté para ver mejor la sala. El calor, la humedad y la excitación habían convertido a la mayoría de los asistentes en lamentables langostinos sudorosos. Cientos de pañuelos funcionaban como olas de un mar que grotescamente prolongaba el que acabábamos de oír. Muchas personas corrían hacia el foyer, para tragar a toda velocidad una cerveza o una naranjada. Temerosos de perder algo, retornaban a punto de tropezarse con otros que salían, y en la puerta principal de la platea había una confusión considerable. Pero no se producían altercados, la gente se sentía de una bondad infinita, era más bien como un gran reblandecimiento sentimental en que todos se encontraban fraternalmente y se reconocían. La señora de Jonatán, demasiado gorda para maniobrar en su platea, alzaba hasta mí, siempre de pie, un rostro extrañamente semejante a un rabanito. "Inefable", repetía. "Tan inefable".
   Casi me alegré de que volviera el Maestro, porque aquella multitud de la que yo formaba parte inexcusablemente me daba entre lástima y asco. De toda esa gente, los músicos y el Maestro parecían los únicos dignos. Y además el ciego a pocas plateas de la mía, rígido y sin aplaudir, con una atención exquisita y sin la menor bajeza.
   -La Quinta -me humedeció en la oreja la señora de Jonatán-. El éxtasis de la tragedia.
   Pensé que era más bien un título para película, y cerré los ojos. Tal vez buscaba en ese instante asimilarme al ciego, al único ser entre tanta cosa gelatinosa que me rodeaba. Y cuando veía ya pequeñas luces verdes cruzando mis párpados como golondrinas, la primera frase de La Quinta me cayó encima como una pala de excavadora, obligándome a mirar. El Maestro estaba casi hermoso, con su rostro fino y avizor, haciendo despegar la orquesta que zumbaba con todos sus motores. Un gran silencio se había hecho en la sala, sucediendo fulminantemente a los aplausos; hasta creo que el Maestro soltó la máquina antes de que terminaran de saludarlo. El primer movimiento pasó sobre nuestras cabezas con sus fuegos de recuerdo, sus símbolos, su fácil e involuntaria pega-pega. El segundo, magníficamente dirigido, repercutía en una sala donde el aire daba la impresión de estar incendiado pero con un incendio que fuera invisible y frío, que quemara de dentro afuera. Casi nadie oyó el primer grito porque fue ahogado y corto, pero como la muchacha estaba justamente delante de mí, su convulsión me sorprendió y al mismo tiempo la oí gritar, entre un gran acorde de metales y maderas. Un grito seco y breve como de espasmo amoroso o de histeria. Su cabeza se dobló hacia atrás, sobre esa especie de raro unicornio de bronce que tienen las plateas del Corona, y al mismo tiempo sus pies golpearon furiosamente el suelo mientras las personas a su lado la sujetaban por los brazos. Arriba, en la primera fila de tertulia, oí otro grito, otro golpe en el suelo. El Maestro cerró el segundo tiempo y soltó directamente el tercero; me pregunté si un director puede escuchar un grito de la platea, atrapado como está por el primer plano sonoro de la orquesta. La muchacha de la butaca delantera se doblaba ahora poco a poco y alguien (quizá su madre) la sostenía siempre de un brazo. Yo hubiera querido ayudar, pero menudo lío es meterse en las cosas de la fila de adelante, en pleno concierto y con gentes desconocidas. Quise decirle algo a la señora de Jonatán, por aquello de que las mujeres son las indicadas para atender esa clase de ataques, pero estaba con los ojos fijos en la espalda del Maestro, perdida en la música; me pareció que algo le brillaba debajo de la boca, en la barbilla. De golpe dejé de ver al Maestro, porque la rotunda espalda de un señor de smoking se enderezaba en la fila delantera. Era muy raro que alguien se levantara a mitad del movimiento, pero también eran raros esos gritos y la indiferencia de la gente ante la muchacha histérica. Algo como una mancha roja me obligó a mirar hacia el centro de la platea, y nuevamente vi a la señora que en el intervalo había corrido a aplaudir al pie del podio. Avanzaba lentamente, yo hubiera dicho que agazapada aunque su cuerpo se mantenía erecto, pero era más bien el tono de su marcha, un avance a pasos lentos, hipnóticos, como quien se prepara a dar un salto. Miraba fijamente al Maestro, vi por un instante la lumbre emocionada de sus ojos. Un hombre salió de las filas y se puso a andar tras ella; ahora estaban a la altura de la quinta fila y otras tres personas se les agregaban. La música concluía, saltaban los primeros grandes acordes finales desencadenados por el Maestro con espléndida sequedad, como masas escultóricas surgiendo de una sola vez, altas columnas blancas y verdes, un Karnak de sonido por cuya nave avanzaban paso a paso la mujer roja y sus seguidores.
   Entre dos estallidos de la orquesta oí gritar otra vez, pero ahora el clamor venía de uno de los palcos de la derecha. Y con él los primeros aplausos, sobre la música, incapaces de retenerse por más tiempo, como si en ese jadeo de amor que venían sosteniendo el cuerpo masculino de la orquesta con la enorme hembra de la sala entregada, ésta no hubiera querido esperar el goce viril y se abandonara a su placer entre retorcimientos quejumbrosos y gritos de insoportable voluptuosidad. Incapaz de moverme en mi butaca, sentía a mis espaldas como un nacimiento de fuerzas, un avance paralelo al avance de la mujer de rojo y sus seguidores por el centro de la platea, que llegaban ya bajo el podio en el preciso momento en que el Maestro, igual a un matador que envaina su estoque en el toro, metía la batuta en el último muro de sonido y se doblaba hacia adelante, agotado, como si el aire vibrante lo hubiese corneado con el impulso final. Cuando se enderezó la sala entera estaba de pie y yo con ella, y el espacio era un vidrio instantáneamente trizado por un bosque de lanzas agudísimas, los aplausos y los gritos confundiéndose en una materia insoportablemente grosera y rezumante pero llena a la vez de una cierta grandeza, como una manada de búfalos a la carrera o algo por el estilo. De todas partes confluía el público a la platea, y casi sin sorpresa vi a dos hombres saltar de los palcos al suelo. Gritando como una rata pisoteada la señora de Jonatán había podido desencajarse de su asiento, y con la boca abierta y los brazos tendidos hacia la escena vociferaba su entusiasmo. Hasta ese instante el Maestro había permanecido de espaldas, casi desdeñoso, mirando a sus músicos con probable aprobación. Ahora se dio vuelta, lentamente, y bajó la cabeza en su primer saludo. Su cara estaba muy blanca, como si la fatiga lo venciera, y llegué a pensar (entre tantas otras sensaciones, trozos de pensamientos, ráfagas instantáneas de todo lo que me rodeaba en ese infierno del entusiasmo) que podía desmayarse. Saludó por segunda vez, y al hacerlo miró a la derecha donde un hombre de smoking y pelo rubio acababa de saltar al escenario seguido por otros dos. Me pareció que el Maestro iniciaba un movimiento como para descender del podio, pero entonces reparé en que ese movimiento tenía algo de espasmódico, como de querer librarse. Las manos de la mujer de rojo se cerraban en su tobillo derecho; tenía la cara alzada hacia el Maestro y gritaba, al menos yo veía su boca abierta y supongo que gritaba como los demás, probablemente como yo mismo. El Maestro dejó caer la batuta y se esforzó por soltarse, mientras decía algo imposible de escuchar. Uno de los seguidores de la mujer le abrazaba ya la otra pierna, desde la rodilla, y el Maestro se volvía hacia su orquesta como reclamando auxilio. Los músicos estaban de pie, en una enorme confusión de instrumentos, bajo la luz cegadora de las lámparas de escena. Los atriles caían como espigas a medida que por los dos lados del escenario subían hombres y mujeres de la platea, al punto que ya no podía saber quiénes eran músicos o no. Por eso el Maestro, al ver que un hombre trepaba por detrás del podio, se agarró de él para que lo ayudara a arrancarse de la mujer y sus seguidores que le cubrían ya las piernas con las manos, y en ese momento se dio cuenta de que el hombre no era uno de sus músicos y quiso rechazarlo, pero el otro lo abrazó por la cintura, vi que la mujer de rojo abría los brazos como reclamando, y el cuerpo del Maestro se perdió en un vórtice de gentes que lo envolvían y se lo llevaban amontonadamente. Hasta ese instante yo había mirado todo con una especie de espanto lúdico, por encima o por debajo de lo que estaba ocurriendo, pero en el mismo momento me distrajo un grito agudísimo a mi derecha y vi que el ciego se había levantado y revolvía los brazos como aspas, clamando, reclamando, pidiendo algo. Fue demasiado, entonces ya no pude seguir asistiendo, me sentí partícipe mezclado en ese desbordar del entusiasmo y corrí a mi vez hacia el escenario y salté por un costado, justamente cuando una multitud delirante rodeaba a los violinistas, les quitaba los instrumentos (se los oía crujir y reventarse como enormes cucarachas marrones) y empezaba a tirarlos del escenario a la platea, donde otros esperaban a los músicos para abrazarlos y hacerlos desaparecer en confusos remolinos. Es muy curioso pero yo no tenía ningún deseo de contribuir a esas demostraciones, solamente estar al lado y ver lo que ocurría, sobrepasado por ese homenaje inaudito. Me quedaba suficiente lucidez como para preguntarme por qué los músicos no escapaban a toda carrera por entre bambalinas, y en seguida vi que no era posible porque legiones de oyentes habían bloqueado las dos alas del escenario, formando un cordón móvil que avanzaba pisoteando los instrumentos, haciendo volar los atriles, aplaudiendo y vociferando al mismo tiempo, en un estrépito tan monstruoso que ya empezaba a asemejarse al silencio. Vi correr hacia mí un tipo gordo que traía su clarinete en la mano, y estuve tentado de agarrarlo al pasar o hacerle una zancadilla para que el público pudiera atraparlo. No me decidí, y una señora de rostro amarillento y gran escote donde galopaban montones de perlas me miró con odio y escándalo al pasar a mi lado y apoderarse del clarinetista que chilló débilmente y trató de proteger su instrumento. Se lo quitaron entre dos hombres, y el músico tuvo que dejarse llevar del lado de la platea donde la confusión alcanzaba su pleno.
   Los gritos sobrepujaban ahora a los aplausos, la gente estaba demasiado ocupada abrazando y palmeando a los músicos para poder aplaudir, de modo que la calidad del estrépito iba virando a un tono cada vez más agudo, roto aquí y allá por verdaderos alaridos entre los que me pareció oír algunos con ese color especialísimo que da el sufrimiento, tanto que me pregunté si en las carreras y en los saltos no habría tipos quebrándose los brazos y las piernas, y a mi vez me tiré de vuelta a la platea ahora que el escenario estaba vacío y los músicos en posesión de sus admiradores que los llevaban en todas direcciones, parte hacia los palcos, donde confusamente se adivinaban movimientos y revuelos, parte hacia los estrechos pasillos que lateralmente conducen al foyer. Era de los palcos de donde venían los clamores más violentos como si los músicos, incapaces de resistir la presión y el ahogo de tantos brazos, pidieran desesperadamente que los dejaran respirar. La gente de las plateas se amontonaba frente a las aberturas de los palcos balcón, y cuando corrí por entre las butacas para acercarme a uno de ellos la confusión parecía mayor, las luces bajaron bruscamente y se redujeron a una lumbre rojiza que apenas permitía ver las caras, mientras los cuerpos se convertían en sombras epilépticas, en un amontonamiento de volúmenes informes tratando de rechazarse o confundirse unos con otros. Me pareció distinguir la cabellera plateada del Maestro en el Segundo palco de mi lado, pero en ese instante mismo desapareció como si lo hubieran hecho caer de rodillas. A mi lado oí un grito seco y violento, y vi a la señora de Jonatán y a una de las chicas de Epifanía precipitándose hacia el palco del Maestro, porque ahora yo estaba seguro de que en ese palco estaba el Maestro rodeado de la mujer vestida de rojo y sus seguidores. Con una agilidad increíble la señora de Jonatán puso un pie entre las dos manos de la chica de Epifanía, que cruzaba los dedos para hacerle un estribo, y se precipitó de cabeza en el interior del palco. La chica de Epifanía me miró, reconociéndome, y me gritó algo, probablemente que la ayudara a subir, pero no le hice caso y me quedé a distancia del palco, poco dispuesto a disputarles su derecho a individuos absolutamente enloquecidos de entusiasmo, que se batían entre ellos a empellones. A Cayo Rodríguez, que se había distinguido en el escenario por su encarnizamiento en hacer bajar los músicos a la platea, acababan de partirle la nariz de una trompada, y andaba titubeando de un lado a otro con la cara cubierta de sangre. No me dio la menor lástima, ni tampoco ver al ciego arrastrándose por el suelo, dándose contra las plateas, perdido en ese bosque simétrico sin puntos de referencia. Ya no me importaba nada, solamente saber si los gritos iban a cesar de una vez porque de los palcos seguían saliendo gritos penetrantes que el público de la platea repetía y coreaba incansable, mientras cada uno trataba de desalojar a los demás y meterse por algún lado en los palcos. Era evidente que los pasillos exteriores estaban atiborrados, pues el asalto mayor se daba desde la platea misma, tratando de saltar como lo había hecho la señora de Jonatán. Yo veía todo eso, y me daba cuenta de todo eso, y al mismo tiempo no tenía el menor deseo de agregarme a la confusión, de modo que mi indiferencia me producía un extraño sentimiento de culpa, como si mi conducta fuera el escándalo final y absoluto de aquella noche. Sentándome en una platea solitaria dejé que pasaran los minutos, mientras al margen de mi inercia iba notando el decrecimiento del inmenso clamor desesperado, el debilitamiento de los gritos que al fin cesaron, la retirada confusa y murmurante de parte del público. Cuando me pareció que ya se podía salir, dejé atrás la parte central de la platea y atravesé el pasillo que da al foyer. Uno que otro individuo se desplazaba como borracho, secándose las manos o la boca con el pañuelo, alisándose el traje, componiéndose el cuello. En el foyer vi algunas mujeres que buscaban espejos y revolvían en sus carteras. Una de ellas debía haberse lastimado porque tenía sangre en el pañuelo. Vi salir corriendo a las chicas de Epifanía; parecían furiosas por no haber llegado a los palcos, y me miraron como si yo tuviera la culpa. Cuando consideré que ya estarían afuera, eché a andar hacia la escalinata de salida, y en ese momento asomaron al foyer la mujer vestida de rojo y sus seguidores. Los hombres marchaban detrás de ella como antes, y parecían cubrirse mutuamente para que no se viera el destrozo de sus ropas. Pero la mujer vestida de rojo iba al frente, mirando altaneramente, y cuando estuve a su lado vi que se pasaba la lengua por los labios, lenta y golosamente se pasaba la lengua por los labios que sonreían.

De Final del juego
Cortázar, Julio; Ceremonias, Barcelona, Seix Barral, 1994

ESTO ES EDUCACIÓN POPULAR

Esta faceta de Chávez NO la muestran en las NOticias

¿¿¿*;*???

(((Misión Música)))

Orquestas Sinfónicas Juveniles de Venezuela





sábado, 20 de diciembre de 2008

"Hablemos de Educación Popular"

CONGRESO


música al com-paz del <3




...en este caso el negativo fotográfico es positivo...



1991 - Congreso 1971 -1982 Nueva música latinoamericana
http://rapidshare.com/files/152851059/1991...noamericana.rar

1992 - Los Fuegos del Hielo (Música para Ballet)
http://rapidshare.com/files/152861935/1992...ara_Ballet_.rar

2004 - Congreso de Exportación- La HIstoria de un viaje
http://rapidshare.com/files/152840240/2004...de_un_viaje.rar


GRACIAS SAN DEMENTHOR POR FAVOR CONCEDIDO

John Cage








[MUTES OF VARIOUS MATERIALS ARE PLACED BETWEEN THE STRING OF THE KEYS USED, THUS EFFECTING TRANSFORMATIONS OF THE PIANO SOUNDS WITH RESPECT TO ALL OF THEIR CHARACTERISTICS.]

[SILENCIADORES DE VARIOS MATERIALES SON COLOCADOS ENTRE LA CUERDA DE LAS NOTAS USADAS, ASÍ SE EFECTUAN LAS TRANSFORMACIONES DE LOS SONIDOS DEL PIANO EN LO QUE CONCIERNE A TODAS SUS CARACTERÍSTICAS.]


( : esto es lo que suena en el reproductor : )

: ) El disco
http://rapidshare.com/files/116215228/Sonatas_and_Interludes_for_prepared_piano.rar

 : ) Las partituras <3
http://rapidshare.com/files/116215375/Cage_-_Sonatas_and_Interludes_for_prepared_piano.pdf



canción de navidad arriba de un alto pino CONDOR AVE SERÁ


CONDORCITO AVE SERÁ

 

Condorcito puede volar

Nadie más que él… ja ja ja

Condorcito no puede volar

Nadie más que él… ja ja ja

Condorcito nada puede hacer

Nadie más que él… ja ja ja

Condorcito nada puede hacer

Porque si tiene que volar

 

Lo que importa ahora si

Es solo volar…

Condorcito puede volar

Nadie más que el… jajaja

Condorcito solo juega

Porque nada puede hacer

 

Condorcito puede volar

Nadie más que él listo ahí

CONDOR AVE SERÁ

(en el reproductor está la canción)



LUCVIC

viernes, 19 de diciembre de 2008

La música orquestal en el siglo XX

DOCUMENTAL

http://rapidshare.com/files/113893743/OMXX_5_subt_esp.part1.rar 
http://rapidshare.com/files/113898325/OMXX_5_subt_esp.part2.rar 
http://rapidshare.com/files/113900655/OMXX_5_subt_esp.part3.rar 


DISCOS DE MÚSICOS QUE APARECEN EN EL DOCUMENTAL

Rhapsody in blue - George Gershwin: 

http://rapidshare.com/files/116145877/Gershwin_RhapsodyBlue.mp3 

Appalachian Spring - Aaron Copland: 

http://rapidshare.com/files/116144678/Copland_AppalachianSpring.mp3 

Symphonic Dances from West Side Story - Leonard Bernstein: 

http://rapidshare.com/files/116143691/Bernstein_SymphonicDances.rar 

First Construction (in metal) - John Cage: 

http://rapidshare.com/files/116148128/John_Cage_-_First_Construction___In_Metal_.flac 

Sonatas and Interludes for prepared piano - John Cage: 

http://rapidshare.com/files/116215228/Sonatas_and_Interludes_for_prepared_piano.rar 

Mme Press Died Last Week at 90 - Morton Feldman: 

http://rapidshare.com/files/116148742/Madame_Press_Died_Last_Week_at_90__for_12_instruments_.mp3 

In C  - Terry Riley: 

http://rapidshare.com/files/116204054/Riley_InC.mp3 

Harmonium - John Adams: 

http://rapidshare.com/files/116206432/John_Adams_-_Harmonium.mp3 


PARTITURAS

Sonatas e Interludios para piano preparado - John Cage: 

http://rapidshare.com/files/116215375/Cage_-_Sonatas_and_Interludes_for_prepared_piano.pdf 

“La importancia de la música para la sociedad”

Morton Feldman


Mi experiencia primero como mujer estudiante chilena de música y luego como profesora de música, me ha mostrado dos facetas en el desarrollo general del trabajo musical que, sin excepción, deja ver que los más grandes talentos se encuentran entre los estudiantes que se dedican al estudio de la música de concierto paralelo al de la música popular y no exclusivamente entre los que se ocupan de la llamada música culta o docta. Los primeros son más libres, más desprejuiciados y más musicales. Una de las tareas más importantes del artista de nuestro tiempo es difundir las grandes ideas que marcan nuestra época y ayudar a que se tome conciencia de ellas. Estas ideas pueden ser filosóficas, religiosas, científicas y también políticas. Con esto quiero decir que el artista de nuestra época, a través de su arte, debería estimular en el oyente o espectador la reflexión sobre estas ideas y su discusión acercando la música a las personas que no generan competencia musical, ya sea por sequía cultural o falta de sed.
El artista también debe ser creador en “el tercer mundo” de arte y circunstancias, que en el fondo, son lo mismo pero también se establecen paralelos entre los dos tópicos. Hoy ser artista del que insistentemente quieren llamar Tercer Mundo significa, contribuir al surgimiento de una conciencia en la que las culturas tercermundistas se sientan comprometidas y autónomas, tanto con sus tradiciones como con el nuevo mundo tecnológico. 
Es un tema que está ocupando mucho a la juventud intelectual de América Latina. América Latina es parte del Tercer Mundo. La integración de los valores culturales es decisiva para la sobrevivencia y desarrollo de la cultura y la civilización humana en su totalidad. No debemos permitir que el abismo que existe entre las civilizaciones creadas por nosotros y nuestro comportamiento interhumano se agrande permanentemente. Se trata de encontrar el valor y la fuerza unificadora para una nueva forma de vida. Una forma de vida que sea concebida con una reorientación y cohesión de nuestros pensamientos sin renunciar a lo tradicional. Despertar esta problemática en la conciencia de los humanos es, con seguridad, una de las tareas más importantes del arte de nuestro tiempo. Y todos los problemas estéticos y educativos de la música deberían considerarse bajo este punto de vista. En el Primero, Segundo, Tercer o Cuarto Mundo.

La fusa

lunes, 15 de diciembre de 2008

Nicanor Parra


En sus manos la tercera, aparecía una foto de Jodowsky, le dije... 
-bkn Jodorowsky...
-somos amigos, conoces el quebranta huesos???









Detrás de este cartelito hay una roca chica bkn pa sentarce, ahí me puse a estudiar "canto para una semilla" esparando a unas personas...
Ya aburrida de esperar y con un montón de cachureos sin poder moverme, me pongo de pié para ir a buscar ayuda...
Todo está desierto, solo hay frente a este cartel un pequeño autito, 
me aproximo para pedir ayuda... el señor se saca el diario de encima y chas!!!

Nicanor Parra.

Esto sucedió un día sábado 13 de Diciembre de 2008, cuatro días después de cumplir 33 años.
Tuve la suerte de estar con él dos horas, 
dos horas que me llegaron como regalo de la vida, 
debió ser la Violeta que me las regaló, 
porque pude preguntar todas las preguntas que alguien como yo desea hacerle a un antipoeta y al hermano y de la mujer que más amo en la vida, Violeta Parra...


 

Andaba con la guitarra así que le canté también... 
: )

parece que a los 33 años pasan cosas bknes como bien dijo una bruja desatinada






NICANOR PARRA
y
CONGRESO
1992 - La pichanga 

(antipoemas)

*Tambien en el aparece el texto del cartelito de arriba

Invitación a evento de cierre Festival de bicicultura