Cuentan los ancianos del Valle de Lierna que en lo más alto del mundo, donde el sol solo se atreve a rozar las cimas con dedos tímidos, existe una montaña que respira. No es una figura metafórica ni una leyenda para asustar a los niños; la montaña, llamada el Pico Sombrío, exhala en la noche una niebla helada que cubre la aldea entera cuando la luna está llena.
Durante siglos, nadie se atrevió a escalarla. No por el frío, ni por las grietas invisibles bajo la nieve, sino por el guardián que vive en su cúspide: un ser forjado de roca y viento, con ojos como carbones encendidos y un corazón que late con los truenos de la tormenta.
Pero un día, una joven llamada Elaia, nacida en el silencio del invierno, decidió ascender. No lo hizo por valentía, ni por fama, sino porque su hermano había desaparecido entre las nubes del pico el año anterior, y el eco de su voz seguía bajando con el viento.
Elaia subió con pasos firmes, desafiando el rugido del viento y la sombra que cubría la cara oculta del pico. Al llegar a la cima, encontró una figura solitaria tallada en hielo y piedra: el Guardián. No era un monstruo, sino un viejo dios olvidado, condenado a proteger el secreto del Pico Sombrío.
El secreto no era una joya ni un poder arcano. Era la Memoria del Mundo, un lugar donde el tiempo se detenía y los que eran olvidados por la tierra vivían en la niebla. Allí estaba su hermano, congelado en el instante exacto en que desapareció, sonriendo.
Elaia, con lágrimas calientes que se evaporaban al tocar el aire, le habló al Guardián. No pidió milagros. Solo pidió recordar. El dios, conmovido por la pureza de su corazón, le concedió un instante. Su hermano abrió los ojos. Le dijo adiós.
Desde entonces, cada vez que la niebla baja del Pico Sombrío, los aldeanos la saludan con respeto. Saben que no es peligro, sino recuerdo, y que en lo alto de la montaña, alguien vela por los que ya no están.

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