«Quienes son esas personas que aparecen en los sueños –me
dijiste un día que yo traigo los sueños a la realidad- porque ésa es la única manera de que nosotros
los veamos; lo que vemos sólo es una proyección lanzada desde la distancia, luz
procedente de una estrella muerta.»
Y eso me recuerda un
sueño que tuve hace un par de semanas. Estaba en éste pueblito desierto y
extraño del norte, te desagrada la palabra “extraño” —la imaginé como una
ciudad amurallada, antigua—, la población estaba dañada o atacada por un tipo
de epidemia que les afectaba la glándula pineal, la depresión los invadió. Era
de noche; la calle estaba oscura, abandonada, molida como siempre. Andaba sin
rumbo fijo y pasaba por el bosque, vi la casa de piedras en ruina, alrededor
del bosque las plantas endémicas junto a escombros de fachadas demolidas,
techos, cerámicos, envases de materiales de construcción y tarros de pintura
oxidados, entre formas blancas como huesos y vidrios rotos. Pero aquí entre cactus, hierbas y matorrales, esparcidos entre desolados armazones de
electrodomésticos, empecé a ver edificios nuevos, conectados por objetos
futuristas iluminados desde abajo.
Fríos elementos de
arquitectura fosforescente, fantasmales, surgían desde los escombros. Entraba y todo se
parecía a un laboratorio. Oía el eco de mis pasos sobre el suelo verde agua
transparente. Todos en la sala reunidos alrededor de una caja de cristal que
relucía en la penumbra iluminando las caras.
Me acerqué un poco.
Dentro de la caja había una máquina que daba vueltas lentamente sobre un plato
giratorio, una máquina con partes de metal que se doblaban hacia dentro y hacia
fuera y que se transformaba para dar lugar a nuevas imágenes.
Todo el lugar, la
playa y los cerros eran un templo... todas las casas eran tan impresionantes
como las pirámides... y mi casa, en realidad la de mis padres, el partenón.
La
Historia ante mis ojos, cambiando sin pausa.
La fusa
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